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Foto del escritorBeatriz Mendoza Cortissoz

Danza de mi vientre


Hace muchos años, once para ser precisa, le encomendé a una terapeuta la labor de ayudarme a abandonar a mi esposo de ese entonces. No vamos a ahondar en las razones sino en el método. La chica anglosajona era Nueva Era: una hermosa mujer que había hecho sus pinitos en Hollywood para abandonar esa vida de drogas y roles a cambio de sexo, supongo, y ahora usaba aceites esenciales, faldas y blusas vaporosas, cristales, toda una gitana rubia. Su método no era conductista ni cognitivo. Entre las cosas que me recomendó hacer, sin darme explicación alguna, estaban tomar clases de alfafería y danza del vientre. Sus habilidades de médium le decían que yo tenía un poder especial en mis manos, el cual continúo buscando, a no ser que se haya referido a la capacidad de dar esas caricias que solo las madres dan, lo cual ya es bastante.


Le hice caso. De las clases de alfarería creo que solo queda una matera pequeñita en casa de mi madre firmada por debajo BEM. En cambio la danza del vientre se convirtió en una pasión arrolladora que me tiene aún hoy estudiando para ser cada vez mejor. Fue así que llegué hasta el estudio que había visto hace muchos años junto al Jackie Gleason (Filmore para los que llevan menos tiempo en Miami Beach) para encontrar que estaba cerrado y tenían una nueva sede. Una delgada mujer joven, caleña para mas señas, me recibió muy amablemente en un oscuro local en el segundo piso de un pequeño centro comercial. Con Alexandra Lenis tomé el nivel uno, de ocho semanas, que explicaba en detalle los movimientos básicos.


Mi amor por la danza y el yoga se remonta a mi niñez, cuando en el patio del colegio La Enseñanza hacía el arco, cabriolas y paradas de mano, sin que las monjas se dieran cuenta. Fue en ese colegio donde tomé la única clase de baile formal en mi infancia, ballet, en la que aprendí las cinco posiciones, plié y grand plié. Cuando el salón estaba vacío nos metíamos a ensayar cómo mover los hombros, algo típico de nuestra cultura Caribe que en oriente se conoce como shimmy de hombros. Y aunque no hubo Sonia Osorio ni Gloria Peña, instituciones de danza de mi ciudad, dominé los ritmos caribeños bebiendo directamente de su fuente: El Carnaval de Barranquilla. Cumbia, mapalé, merengue, salsa, hasta una clase de bambuco tomé para hacer una presentación con trenzas de lana y gorrito de cachaca (andinos colombianos). Las amigas de secundaria, que sí estudiaban danza, me enseñaron el currulao del Pacífico Colombiano, el porro del valle del Sinú, y el merecumbé de Pacho Galán. Las comparsas en el colegio o en el club, las coreografías como porrista de Colbuenco, eran esa fuente para nutrir mi amor por la expresión corporal.


Al llegar a Miami Beach, me enamoré de las bailarinas que veía al otro lado de la vitrina del Miami City Ballet y un día, ya casi con treinta años, me aventuré a tomar una clase para adultos. El entusiasmo no duró mucho cuando descubrí que aunque decía que la clase era para cualquiera, en realidad estaba destinada a esas bailarinas que habían estudiado toda la infancia y ahora, ya mayores, querían continuar practicando. La señora de setenta lo hacía mejor que yo.

Así que a mis cuarenta, cuando Alexandra dijo en la clase que la danza del vientre era para todo tipo de mujeres, sin importar su talla o experiencia, y que cualquiera podía aprender a agitar su vientre, estaba un poco escéptica. Hasta que siguiendo sus instrucciones un temblor terrenal fue subiendo por mis pies descalzos, deslizándose por mis piernas, caderas y glúteos hasta hacer estallar un terremoto de carnes en mi abdomen que parecía sacado de un volcán. Luego dijo otras cosas que resonaron en mi mente: era una danza de poder femenino que celebraba a la mujer y debía bailarse descalza para honrarla; la más antigua del mundo que se ha continuado bailando sin desaparecer en la arena de los tiempos; mandatoria en las bodas árabes en la que se anima a la novia a tocar el vientre de la bailarina como augurio de fertilidad. Tin. Palabra clave. ¿Y si bailar esta danza activaba mi fertilidad? Me inscribí en el nivel 1.5 que dictaba la increíble Majilyn, una curvilínea cubanoamericana, igual de amable que Alexandra, madre de varios hijos. Tin. De nuevo la campanita de la fertilidad. Otro ejemplo diferente de glamour y seducción. Desde entonces, aunque ha habido meses en los que no he tomado clases, no he parado de practicar.


De Miami Beach, el estudio se movió para una zona cercana al Downtown a la que llegaba manejando a toda tras salir del trabajo. Pero me mudé a Doral, y entonces empecé a estudiar con la maravillosa Hurí, una hermosa y dulce venezolana, socia del estudio de Flamenco, Gitanillas. En sus carnes descubrí que en realidad la talla no importa para bailar danza árabe con elegancia y estilo, aunque la cultura en que vivimos diga lo contrario. Ahora la veo de nuevo delgada en redes sociales, pero igual de hermosa que cuando fue mi maestra. Fue con ella que adquirí el valor para hacer mi primera presentación grupal sobre un escenario, una hermosa coreografía con velo de la que no quedó grabación oficial, sino el recuerdo de sus dulces movimientos al ritmo de una triste y romántica canción de la diva Carole Samaha. Y la segunda, un baile con bastón que pueden disfrutar en mi canal de YouTube.


Mi tercera presentación grupal fue en Mayo de este año, bajo la dirección de la legendaria Jihan Jamal. Con ella he aprendido que ni la edad ni la enfermedad importan. Sobreviviente de cáncer de seno, esta cubana que llegó muy niña a Estados Unidos, empezó a bailar a los 30 años, se formó con los mejores y transmite en sus clases no solo la sabiduría de sus movimientos, sino su joie de vivre. En su goce cuando baila veo al genio de una lámpara, algo que no todo el mundo tiene, los españoles le llaman duende, y no tiene que ver con la técnica, sino que es arte puro bebido de una fuente divina. Su amplio conocimiento de la cultura de Oriente Medio y las diferencias entre países, hacen que su clase The Fine Art of Belly Dance, en la academia MEPAA, se asemeje a leer una enciclopedia sobre esta danza milenaria. Fue junto a su troupe que pisé por tercera vez un escenario junto a un hermoso grupo de damas fifty plus para dar vida a las diosas y reinas del antiguo Egipto.


Mientras me preparo para iniciar mis clases con la sexy y robusta Kelly, instructora de MEPAA junto a la divertida Dana y la malema Amara, y continúo mis estudios con Majilyn, recuerdo otro motivo que me lleva a seguir estudiando, a seguir bailando: la sororiedad que se forma en esas clases, en las que a veces compartimos detalles íntimos: el abandono de un padre, de una madre, la enfermedad de un esposo, los ataques de ansiedad, las fotos de los hijos o nietos, los talentos de cada una. Porque la danza del vientre es una danza por y para mujeres, aunque en Occidente sea visto de otra manera. Y maquillarnos para cada clase y escoger la baratijas y los velos que nos adornan, los colores que nos ponemos, es ocultar los pesares que cargamos, lo que está en mi corazón, como dijo la escritora chilena Marcela Serrano, y recuperar o regodearse en la alegría de estar vivas.


Por un tiempo creí en el poder de mis manos y las ubicaba sobre mis ovarios, pero la fertilidad solo vino con la ayuda de médicos y la anuencia de lo Supremo. Así, mis manos siguen buscando ese oleaje, ese poder hipnótico de la bailarina, ese diamante entre el pulgar y el anular, siempre un poco fuera de mi alcance, en cada clase que toma la que algún día fue una torpe adolescente a la que apodaban manecita rosadita.


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